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Filosofía

Carolina Salamanca

Cucarrones

Siempre fui la primera de la fila. En la época de lluvia era una odisea ir al bus: los charcos que se formaban en las canchas-parqueaderos eran como lagos infranqueables que me llegaban, por lo menos en mi memoria, hasta la cintura, y las botas pantaneras solo servían para llevar un poco del charquito a mi casa. Caminar por ese pasto, levantar las piernas con toda la fuerza que tenía para no ahogarme no me impedía ver la casa blanca con puertas rojas donde estaban los talleres de fibras y cerámica. ¿Cuándo podría entrar ahí?

Cuando dejaba de llover, aunque fuera un poco, aparecía una nube enorme de cucarrones que me rodeaban, me golpeaban, me susurraban y me acompañaban hasta el bus. A veces me llevaba algunos para que se encontraran con los de la nube que se formaba en el parque que había en el camino desde el paradero hasta mi casa. Pero cuando pasaba la época de lluvia, ya no volvían a aparecer y yo extrañaba ese susurro que quería comprender. Después volvía el invierno y volvían los charcos, las odiseas, las nubes de cucarrones. Mi mamá me contó que los cucarrones aparecen cuando llueve porque el agua ablanda la tierra y las larvas, ya convertidas en adultos, pueden salir; me dijo también que eran los cucarrones de mayo, aunque había también de octubre.

***

Frente a muchos salones había una plazoleta o un camino de piedra. Por uno de los costados de una de las plazoletas se podía pasar a un pinar que lindaba con la carretera. Me gustaba estar allá sola, organizando pequeños banquetes con mis amigos y dejar enterradas las onces que me mandaba mi mamá para que las lombrices y los cucarrones se las comieran o para que simplemente se pudrieran.

Al lado de otro salón quedaba la entrada a un bosque donde encontraba fantasmas y cosas que se me habían perdido, aunque antes no habían sido mías y después tampoco lo eran, porque nunca me las llevaba a casa.

Para llegar al salón que quedaba cerca de la huerta tenía que atravesar muchas plazoletas y saltar un par de zanjas. Había una especialmente grande en comparación con el tamaño de mis piernas… y cuando llovía, para mí era casi imposible saltarla. Muchas veces me resbalé y tuve que entrar al salón con el pantalón lleno de barro, los ojos llenos de lágrimas y la cara roja de ira y de vergüenza.

¡Y la plazoleta donde hacíamos la fila antes de entrar a los salones! Podía ver el salón de matemáticas, y el de mecanografía y la biblioteca y… ¿cuándo podría entrar allí?

***

Mientras daba vueltas por esos callejones, plazas, pinares, bosques y zanjas, tratando de no perderme, tratando de encontrar algo, tratando de ver cucarrones o simplemente tratando de estar, un par de veces me topé con Jeangros. Y ante su pregunta, su grito o su mirada, yo apenas mascullaba como un cucarrón una respuesta incomprensible para él, llena de sentido para mí. E ineluctablemente me mandaba al salón.

***

En algún momento llegó el tiempo de subir al salón matemáticas, a un seminario con Papy. Los primeros días, Jeangros y Papy caminaban con rigor de un lado a otro, uno para acá, el otro para allá, hablando de sólidos platónicos; cuando llegaban al límite se detenían un instante, miraban algo en la pared, daban media vuelta, se miraban y cada uno regresaba por el camino que ya había recorrido. Al final del seminario, ya cansados, sentados exponían el icosaedro troncado y hablaban de Teeteto, que describió los cinco poliedros y tal vez fue el primero en demostrar que no existen otros poliedros regulares. ¿Teeteto?

***

Y vino el cambio de Suba a Cota… Nunca entré a la casa blanca, se acabaron los caminos, las plazoletas, las zanjas. Y yo entré en un mutismo que duró por lo menos un año. Entonces, cuando me encontraba con Jeangros, respondía menos que un cucarrón, tratando de que mis gestos fueran una comunicación suficiente. E inevitablemente terminaba en el salón, sin entender muy bien por qué mis gestos no bastaban o le eran incomprensibles: ¿acaso lo íntimo no se puede comunicar ni siquiera con un gesto?

Verlo en las clases de música me llevaba a responderme que hay certezas sobre verdades claras y distintas que constituyen una experiencia tan íntima que comunicarla es todo un arte.

Frente a Jeangros, siempre quise hacerme oír, hablar con claridad y coherencia de cucarrones, bosques, zanjas, caminos, casas, sólidos platónicos…, pero todavía no tenía las destrezas necesarias.

Tardé muchos años en volver al colegio después de graduarme. No quería volver porque no sentía que le diera la talla, que estuviera lista para hablar de todo eso, para que me escuchara. No sé si hoy tengo esas destrezas, lo que sí sé es que buscarlas ha sido parte de lo que me ha movido en la vida, al igual que el querer saber más de Teeteto, de Parménides, del ser, del saber, de las palabras, de las zanjas en la vida y de cómo sortearlas, de cómo no ahogarse en un charco y saltar mares para llegar donde uno quiere, o, si no es posible, de cómo llevarse un poco de mar a casa.

Un día –engañada, he de decirlo– volví. No recuerdo lo que Jeangros me dijo, solo recuerdo su sonrisa cuando me vio y su gesto de admiración cuando me preguntó por mi mamá, quien –dijo– era una gran señora… Hay cosas que sí se pueden expresar con gestos cuando se tiene el arte para hacerlo.

Hoy no hay tantos cucarrones, tampoco vi los pocos que salieron, porque la cuarentena no me dejó salir a buscarlos. A mi hija no le gustan, porque se le enredan en el pelo crespo y enredadizo como hiedra enredadera. Y para ella son, además, como un recuerdo de su vulnerabilidad, pues coinciden con sus crisis de asma. Pero junto a ellos y con Jeangros yo aprendí los ritmos de la vida, el esfuerzo para cruzar mares, zanjas y charcos, los susurros de la vida y la fuerza de la voz, la resistencia y la capacidad de adaptarme a los cambios y renunciar a ciertas cosas, aunque me cueste, aunque me duela.

Y hoy, en este tiempo que parece haberse detenido, doy gracias al Réfous y a Jeangros por todo eso. Y espero poder ver los cucarrones de mayo en octubre.

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